La llegada de los grupos armados a los campos
alteró por completo la vida campesina. La protagonista de este relato –quien pidió que no se mencionara su nombre– cuenta
cómo llegaron a la vereda donde vivía, un proceso que fue similar en las demás zonas
rurales.
“Yo soy de Ituango, allá me casé con un
profesor oriundo del municipio de San Vicente que en ese entonces trabajaba en
Alejandría y nos vinimos para acá en 1983. Vivíamos en una vereda llamada El
Remango donde estaba la escuela en la que enseñaba. En ese entonces esa zona
pertenecía al municipio de Concepción, no a Alejandría, y todo era muy
tranquilo y calmado. Allá vivía mucha gente. Cuando eso no había desplazamiento
y no se veían grupos armados que lo atemorizaran a uno por vivir en el campo.
Mi esposo siempre trabajaba de 8 a.m. a
4 p.m. Yo vivía en la escuela con él y en 1993 nos fuimos para Alejandría
porque empezaron a llegar grupos armados a la vereda. Mi esposo siguió de
profesor en la escuela y viajaba del pueblo a trabajar allá en la zona rural.
Uno ni sabía quién llegó primero,
aunque se hacían pasar por guerrilla. Llegaban como soldados en camiones a las
veredas. Ellos andaban, preguntaban, pedían comida y dormida. En muchas partes
se les daba, pero uno no sabía ni quiénes eran. Después, cuando estábamos en el
pueblo, fue que empezamos a darnos cuenta de cuáles grupos estaban entre
nosotros”.
Desaparece la tranquilidad
“Cuando llegaron a la vereda, ellos fueron entrando
normal. Nosotros no le paramos bolas a eso, no sabíamos qué eran y no se oían
disparos ni nada por ahí.
Ellos primero como que investigaban a
la gente e iban conociendo a las personas para ver después a quién mataban. Al
tiempo empezamos a escuchar que habían matado a fulano y decían que eran
paramilitares o que era la guerrilla.
Vivimos primero en la escuela como
cuatro o cinco años y después en una casita cerca de la carretera. En la
escuela estábamos muy estrechos y entonces nos fuimos para esa otra casa que
era de un amigo que se fue para el pueblo: era amplia y nos amañábamos
bastante. Ya después, cuando empezamos a sentir que llegaron los grupos, él
dijo que era mejor bregar a entrarse para el pueblo.
Cuando los niños caminaban solos por la
carretera uno no sabía qué les podía pasar. Mi esposo iba con ellos a la
escuela. Cuando empezó a haber mucha violencia, él dijo que terminaría esos
añitos que le faltaban, pues ya estaba que se jubilaba. En el momento en que esos
grupos armados pasaban por la escuela, él sentía los disparos cerca y le tocaba
encerrase con los niños.
Una vez, como a las nueve de la noche,
oímos bastante bulla. Cuando empezó a bajar un poco de gente y eran como
soldados camuflados, con muchos bolsos y muchas cosas. Luego llegó un camión y
retrocedió junto a mi casa. Ahí se bajó mucha gente y se distribuyeron por las
veredas y por todas esas entradas de caminos.
Fue ahí cuando decidimos mandar a la
hija mayor a estudiar a Medellín y me quedé con los otros tres niños en
Alejandría. Mi hijo y los dos sobrinos no habían terminado el colegio, pero de
todas maneras nos tocó irnos sin que terminaran.
Resulta que uno los mandaba al colegio
y cuando menos pensaba, todo el mundo corría a encerrarse. Mientras regresaban
los muchachos, uno era desesperado a ver cuándo llegaban para encerrarse con
ellos.
En parte, lo que pasaba era que había
inocencia de la gente pues se decía que a nadie mataban por nada, pero uno veía
gente conocida como sana y de un momento a otro: ‘Vea, que mataron a fulano’.
Eso era la impresión más horrible”.
El reguero de muertos…
“Una vez salíamos de Alejandría cuando nos encontramos cinco muertos. Yo venía para la casa y cuando salimos vimos a esas cinco personas y el carro se devolvió porque el conductor dijo: ‘No, no pasemos’.
Estaban tirados en la mitad de la
carretera y no había por dónde pasar, entonces tuvieron que esperar a que
vinieran a recogerlos pa’ poder seguir. Eso era cosa de cada rato. Por la
escuela y en los alrededores se encontraba uno a la gente muerta.
Los grupos ilegales hacían detenciones
porque nos ponían un palo en la carretera y nos preguntaban ‘¿para dónde van?’
Yo les decía que a traer a mi esposo que ya estaba tarde y no había carros.
Preguntaban que uno quién era y pedían cédulas y uno tenía que saberse el
número porque de lo contrario ahí lo dejaban retenido mucho rato, hombre o
mujer, al que fuera lo dejaban para investigarlo y asustarlo.
Muchas veces sacaban a la gente de un
pueblo o de una vereda y los tiraban al río, eso fue muy horrible. Una vez, a un
vecino de nosotros que era muy buena gente también lo mataron masacrado y lo
tiraron al río. Yo recuerdo que casi que no lo encuentran: resulta que estaba pisado
con piedras por allá abajo, la corriente se lo había llevado. Nosotros nos
quedamos cuidando a las dos hijas de él que estaban estudiando en la escuela
porque las conocíamos”.
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