Trece años después de que la violencia le
quitó a uno de sus hijos y que aún hoy no sabe el paradero de su madre y de una
sobrina, Dora Vásquez dice que no llora por lo sucedido porque ha logrado mucha
madurez y fortaleza. A sus 50 años, recibe algunos ingresos por la
venta de arepas.
Prácticamente ha vivido siempre en el
municipio y a pesar de lo que sufrió decidió no irse para no pasar necesidades
en un lugar ajeno. Asiste a los talleres que realizan las mujeres víctimas y
asegura que gracias a ellos pudo salir del encierro y manejar mejor su dolor.
En los registros oficiales figuran 19
personas como desaparecidas de manera forzosa en Alejandría entre 1999 y 2006.
Esta historia refleja la tragedia de las familias de esos que fueron arrancados
de los suyos y que jamás volvieron.
Por Alejandro Arboleda Hoyos
“Por la
violencia yo perdí a mi mamá, a una sobrina y a mi segundo hijo. Mi mamá en
estos momentos está desaparecida y mi sobrina también, o sea nosotros no
sabemos de ellos. Eso ocurrió el 20 de noviembre del 2001. A ellas las sacaron
de la casa, no sé qué las hicieron ni dónde las enterraron. Nunca nos dijeron
dónde estaban.
Yo nací
en el municipio de Concepción y cuando tenía 15 años decidí casarme. En ese
entonces mi mamá me dio una casita en Alejandría y esa es en la que estamos
ahora. A los 13 meses de haberme casado tuve a mi primer hijo, al que le
pusimos Onofre. Nosotros tuvimos seis hijos.
Con
este relato me siento muy bien porque a mí no me gusta que las cosas se queden
solamente dentro de mí, sino que quiero compartirlas. Yo digo que cada quien
sabe lo que hizo y yo sé que mi hijo no está solamente en mi memoria, sino en
la de todo el pueblo. A él no solo lo recuerdo yo, también muchas personas.
Mi mamá
se llamaba Ana Belén Ríos y tenía en ese momento 64 años; la sobrina, de 22
años, Sandra Yaneth Osorio Vásquez. Para nosotros a ellas las mataron, que las
hayan enterrado o tirado al río nunca supimos”.
Lo que ocurrió
“Ese día llovió tanto que el río tuvo una creciente impresionante. Nunca las encontramos y nunca nos las repararon porque siempre que acudimos nos pedían el acta de defunción y nosotros nunca las vimos muertas, simplemente nos las desaparecieron. De mi muchacho sí me hicieron reparación, pero la de ellas dos jamás.
Mi mamá
tenía una tiendita y vendía materiales, y los domingos mercancía en el parque.
Como a ella le gustaba tanto trabajar, mantenía sola y yo me iba a acompañarla
en el día. Yo sembraba allá en la casa de ella fríjol, maíz y como tenemos un
potrerito, lo limpiábamos.
La casa
en la que mi mamá vivía es de dos pisos, abajo vivían ella y una nieta, y en el
segundo piso un hermano mío con la señora, las niñas y un niño de ellos.
Como mi
hermano es profesor, ese día no estaba. Al niño lo dejaron porque le gustaba
estar mucho allá acompañando a mi mamá. Mi abuelita vivía arriba y nos dice que
cuando los uniformados llegaron, ella ya se había acostado. Eran unos negros
diciendo que eran importantes y que iban a revisar: les rebujaron todo y les
esculcaron la pieza.
Cuando
ella estaba encerrada llegó el niño y le dijo que la abuelita se había ido,
entonces mi abuelita salió de la pieza y estaban todas las luces prendidas,
puertas abiertas, y la muchacha y mi mamá por ningún lado.
Mi mamá
vivía a media hora del pueblo por el alto del puente y yo pensaba cómo iba a
hacer para ir allá con eso como estaba. La familia me decía que fuera y pues yo
siempre iba, pero con miedo”.
La siguiente tristeza
“A los diez días, el 1 de diciembre, a mí me mataron a un hijo. Él tenía 19 años, era tutor en Coredi (Corporación Educativa para el Desarrollo Integral) y se llamaba Juan Pablo Osorio Vásquez. Lo sacaron del salón de clase como a las 9:30 p.m., me lo mataron, de ahí me lo llevaron al puente que queda junto al hospital y me lo tiraron allá al río.
A mí me
tuvieron secuestrada con un hijo y con mi esposo durante ese momento, mientras
a él lo localizaban. A medida que íbamos llegando a la casa nos iban deteniendo:
estuvimos secuestrados alrededor de dos horas mientras le hacían eso a mi
muchacho.
Yo
tenía una hermana que estaba viviendo en Medellín y ella ese día me llamó.
Cuando eso no habían celulares, entonces uno iba donde alguien que tuviera un
teléfono fijo. A las seis de la tarde llegó un vecino y me dijo: “Hágame el
favor y va a esperar una llamada a las 7:30 de la noche”. Entonces yo vine y le
dije a mi hijo mayor que me acompañara para esperar la llamada.
Así
fue, recibí la llamada, salimos de la casa de mi vecina y en ese momento el
hijo mío me dijo: “Mamá, mire que hay un poco de gente uniformada al lado de la
casa, esperemos que se vayan”. Yo le respondí: “No, vamos para la casa que
nosotros no le debemos nada a nadie”. Entonces nosotros subimos normal a la
casa.
En el
momento en el que íbamos a entrar, uno de esos sujetos llamó al hijo mío, él
siguió adelantico y yo ahí detrás. Cuando yo llegué a la esquina de la casa y
cuando miré me lo tenían boca abajo y uno de esos uniformados estaba apuntándole
en la cabeza. De una yo pegué un grito: “¡Ay no!”, a lo que me dijeron: “Si
hace bulla le vuelo la tapa de los sesos aquí, ya”.
Me
cogieron del saco y me tiraron allá junto a mi hijo, entonces él me decía: “Amacita, amacita, estese calladita”. Esos señores dizque: “Ah, que ustedes
saben muchas cosas de la guerrilla”, pero yo les dije que yo no tenía por qué saber
de la guerrilla. Es que mi mamá vivía por una vereda de arriba y tenía una
tiendita, era lógico que ella le vendía al que llegara. Pues yo creo que se dio
por eso, no sé.
Ahí fue
cuando nos dejaron detenidos en mi casa como hasta las 10 de la noche. Dijeron
que sabían muchas cosas de nosotros. Se fueron dizque por un guerrillero y
dejaron a uno de ellos cuidándonos, pero no volvían. A eso de las 9:30 p.m. se
escucharon unos disparos abajo y al cabo de diez minutos subieron y llamaron a
ese que nos estaba cuidando, entonces se fueron y nos dejaron ahí”.
Horas de angustia
“Nosotros nos entramos a dormir después de todo eso, pero mi muchacho, el que daba clases, nunca llegó. Todo el mundo se acostó y yo me quedé toda la noche esperando a que él llegara. Apenas amaneció yo llamé a la gente de la casa y les dije: “Muchachos, Juan Pablo no vino a dormir”, entonces se preguntaron que cómo así, que dónde estaría.
Ellos
se preguntaban por la situación de orden público y decían que a lo mejor se
había quedado durmiendo donde un amigo porque él siempre enseñaba por ahí hasta
las diez y media u once de la noche.
Cuando
los llamé me dijeron: “Espere que a lo más amanezca bien, bajamos a averiguar
dónde amaneció”, pero nadie nos dio razón. Todo el mundo sabía que lo habían
matado, pero les daba miedo decirnos.
Yo le
dije a mi hijo mayor que me iba a ir a averiguar y él me dijo: “Venga amá, yo me voy con usted”, y bajamos al
pueblo y nada. La última opción fue una muchacha que era alumna de él y
nosotros subimos a su casa, pero ella no nos quería abrir la puerta.
Mi
muchacho entro donde ella: “Sandra, ¿usted no sabe dónde está Juan Pablo?, es
que no llegó a dormir”, y ella le respondió: “Vea, por él entraron al salón
tres hombres uniformados, armados, se lo llevaron y no volvió”.
Desde
ahí nos agarró la desesperación. Como eso es una falda, entonces todos bajamos
a la calle principal y había un comentario que rondaba y una señora nos lo
dijo: “Al frente del hospital hay dos muertos”.
Mi hijo
me manifestó: “Má, no se vaya usted,
quédese acá”, entones no me dejaron bajar. Yo decía que ojalá que no fuera eso,
pero sí, era él con otro muchacho. Resulta que me lo mataron a las 10 p.m. en
el propio pueblo y a la 1 a.m. fueron y me lo tiraron del puente, pero afortunadamente
la quebrada no creció porque se los hubiera llevado y bajado al Nare”.
La incertidumbre posterior
“En ese entonces el coordinador de Coredi era un hermano mío, él llamó a Marinilla para avisar del fallecimiento de mi hijo porque eso es una entidad. Luego llegaron a hacer el levantamiento y lo queríamos enterrar ese día, pero a Coredi lo maneja un padre y nos llamó para que esperáramos porque él quería hacerle el entierro al día siguiente. Eso ocurrió un sábado para amanecer domingo, entonces lo dejé hasta el lunes cuando ellos vinieron.
Desde
ahí yo seguí con una incertidumbre y decía: “Pero yo qué hago, yo con más hijos…”
A mí me dijeron que me desplazara del pueblo, pero es que no era solamente él,
mis otros hijos estaban muy pequeños todavía. Yo para dónde me iba a ir con una
cantidad de muchachos, eran cinco además de Juan Pablo. El sacerdote me dijo: “Si
quiere váyase, yo la saco”. Le contesté que no lo había pensado.
Yo me
aguanté aunque vivía con mucha incertidumbre. Mis otros muchachos son los que
trabajan en la emisora y en ese entonces yo los veía salir muy madrugados y eso
me generaba mucha preocupación”.
Reclamo a los victimarios
“Un día me encontré con un paramilitar, porque ellos pasaban por frente de uno, sobre todo porque yo vivo al lado de la carretera arribita de la bomba de gasolina.
Cuando
lo vi paré y le dije: “Yo necesito saber ustedes por qué me hicieron eso. No
les voy a preguntar qué hizo Juan Pablo, qué hizo mi mamá o qué hizo la sobrina
mía, ya para qué. Ellos ya se murieron, con que ustedes me cuenten no van a
volver, pero quiero saber porque tengo más hijos. Necesito que me digan si es
que no quieren que yo esté en el pueblo: yo me voy, no sé para donde, pero yo
me voy”.
Entonces
él me dijo que lo disculpara, que habían cometido un error, que no querían que
nadie más se fuera del pueblo, que antes quería que volvieran.
Después
de eso descansé porque cuando mis hijos salían de la casa yo creía que iban a
llegar a decirme que no iban a volver. A uno le quedan como las secuelas, pero
hablando con ese señor yo descansé.
A la
gente le daba miedo denunciar: ellos sabían exactamente quiénes eran los que me
lo mataron, pero no nos decían nada. No es porque haya sido mi hijo, pero al
pueblo le dolió muchísimo la muerte de él y, a pesar de eso, nunca nos dijeron
quién fue.
Una vez
que yo venía de donde mi mamá con mi hijo menor, como a las 5 p.m., nos
encontramos en la mitad del camino una casa llena de paramilitares. Ellos
tenían el alambrado lleno de panes y parva colgada. Salió uno de ellos y me
dijo: “Ay, mirá a esta como me la pintaron”. Es que a mí me han gustado las
pulseras y toda la cosa. Yo no sé si fue por meternos miedo, pero ahí nos
pararon a preguntarnos cosas.
Luego
me dijeron: “Este muchacho nos sirve para que nos haga los mandados mientras
tanto”. Después me preguntaron que por qué bajé a pie y que por qué no cogí el
bus, entonces les contesté que porque estaba cerquita. Nos tuvieron ahí como
media hora hasta que nos dejaron ir”.
La familia y el pueblo
“El hijo mío era el que nos colaboraba para el sustento porque era el único que estaba trabajando en ese momento. Nosotros dependíamos de él económicamente porque era el que se estaba ganando un sueldo. Mi esposo es barequero y en ese trabajo unas veces les va bien y otras veces no. Él toda la vida ha vivido de eso.
Nosotros
tuvimos cinco varones y una niña. De los cinco que me quedaron dos se han
organizado: el muchacho mayor y la niña; en mi casa tengo tres todavía. En ese
tiempo mi esposo se desplazó para Medellín y se fue para donde una hermana,
pero se aburrió y se devolvió.
El
pueblo antes del conflicto era muy bueno, los niños podían salir a cualquier
hora sin peligro de nada. La situación económica sí era un poquito dura, pero
igual yo saqué a mis hijos adelante. Este era un pueblo tan calmado que uno
nunca se imaginaba que eso llegara a pasar, era un remanso de paz como lo es
ahora”.
Terapias para superar el dolor
“Con estos procesos de recuperación yo ya empecé a salir, ya me relacionaba con las muchachas. Estos talleres nos han servido demasiado porque nos escuchan y nos entienden. Ya me salí del encierro en el que estaba y además de eso compartí con otras personas todo lo que viví.
Cuando
se presentaban esas oportunidades de talleres para aprender a hacer algo y para
salir adelante, mis muchachos me decían: “Amá,
salga, salga”. Cuando empezaron los talleres, una conocida nos convocó y yo
asistí.
A mí
estos talleres me sirven mucho porque yo acepto que esto es una realidad que
uno tiene que vivirla. Trágica o no, pero lo único que tenemos seguro es la
muerte. A uno nunca le pasa por la mente tener que enterrar a un hijo, pero
esto me ayudó a mí a madurar. Es muy duro, pero es una realidad. Por eso yo no
lloro, los que me necesitan en esto momento son los hijos que tengo vivos”.
Testimonio entregado en junio de 2014
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